domingo, 2 de septiembre de 2018

La fe, como actitud religiosa, supone el impacto de Dios, es un don del Espíritu, nos motiva a ser obedientes a lo que Dios nos pide, abarca a toda la persona, resuena en la propia espiritualidad y se expresa en el testimonio y en el compromiso. Según esto, nos preguntamos también: ¿Cómo es nuestra fe? ¿Cómo la vivimos? ¿Se parece más a un conjunto de verdades que hay que saber y creer o es una experiencia personal de aceptación de Dios que nos ha tocado el corazón? ¿Se reduce a lo íntimo y privado de nuestra persona o nos planta de lleno ante los problemas de la vida reclamando que nos comprometamos? ¿Es algo particular o es también comunitaria y, por tanto, para ser compartida y enriquecida con los otros?...

COMENTARIO: Dios no se aleja nunca del mundo, ni se aparta de nosotros porque nos ha jurado una Alianza perpetua. Él no tiene más empeño que revelarse, de tal manera que podamos entender su mensaje salvador y vivenciar su cercanía amorosa. Si no lo percibimos, hay que concluir que es por falta de sensibilidad y de apertura de corazón por nuestra parte. La carta de Santiago nos dice que la Palabra de Dios ha sido plantada en nosotros como una muestra más del cariño que nos tiene. Si la asimilamos y la ponemos en práctica, se notará muy pronto cómo influye en la calidad de vida. Porque la Palabra de Dios no penetra en nuestro interior de una manera desapercibida. Si la aceptamos de corazón, nos cambia por dentro y nos pide compromiso. Estos mensajes y el del Evangelio nos dan pie para meditar un poco más sobre la religiosidad y la fe. Los fariseos, ese grupo de personas, que tantas veces discute con Jesús, dan mucha importancia a la condición religiosa y creyente. Pero no siempre la entendieron bien. Por eso tienen tantos desacuerdos con Jesús. Veamos: La religiosidad, bien entendida, coloca al ser humano en perspectiva de salvación, es decir, de total realización personal. Pero, como todo en la vida, la religiosidad también se puede viciar. Y es entonces cuando aparecen las deformaciones. El Evangelio comenta cómo los fariseos daban más importancia a unas costumbres rituales de limpieza exterior que a la pureza de corazón. Nosotros, en otra línea, nos podemos preguntar: ¿Por qué hay tantos montajes en torno a algunos santuarios e imágenes que se dicen especialmente milagrosas? ¿Por qué se hacen promesas a cambio de determinados resultados? ¿Por qué se encienden velas en determinadas situaciones? ¿Por qué tenemos ciertas imágenes en casa, en el coche...? ¿Por qué llevamos medallas, cruces... al cuello? Reflexionemos en profundidad sobre esto. La fe, como actitud religiosa, supone el impacto de Dios, es un don del Espíritu, nos motiva a ser obedientes a lo que Dios nos pide, abarca a toda la persona, resuena en la propia espiritualidad y se expresa en el testimonio y en el compromiso. Según esto, nos preguntamos también: ¿Cómo es nuestra fe? ¿Cómo la vivimos? ¿Se parece más a un conjunto de verdades que hay que saber y creer o es una experiencia personal de aceptación de Dios que nos ha tocado el corazón? ¿Se reduce a lo íntimo y privado de nuestra persona o nos planta de lleno ante los problemas de la vida reclamando que nos comprometamos? ¿Es algo particular o es también comunitaria y, por tanto, para ser compartida y enriquecida con los otros? Seguramente habrá mucho que cribar tanto en nuestra religiosidad como en nuestra fe. No es fácil hacer esta criba, pero es saludable y necesario. Cada cual vea. Un apunte final: Jesús, por principio, no está en contra de las tradiciones ni de las costumbres de su pueblo. No ha venido a echar por tierra nada que sea bueno y sirva a la gente. Pero, si no es así, si son deformaciones de la religiosidad y de la fe, y, por tanto, no favorecen al Reino de Dios, Él las rechaza frontalmente. Su sensatez le lleva a valorar lo que es limpieza de corazón y culto del espíritu. Está convencido, y así lo proclama, que lo que agrada a Dios no es el cumplimiento de unos ritos o de unas costumbres, sino las intenciones y las aspiraciones del corazón. Lo bueno y lo malo del ser humano sale de su interior. Por eso es fundamental y necesario cultivar la espiritualidad; de lo contrario, las intenciones se tuercen fácilmente. Para Jesús, lo que más vale del ser humano es su interior: sus aspiraciones, sus actitudes, sus decisiones. ¿Creemos también nosotros que una persona vale lo que vale su interior? P.Hidalgo.

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