domingo, 20 de mayo de 2018

Domingo de Pentecostés - Fuimos bautizados en nombre del Espíritu y ya entonces nos invadió con su fuerza divina. Después nos ha ido orientando saludablemente, porque nadie como Él asegura nuestra dignidad. Ahora lo invocamos para transformar la sociedad hasta el punto de convertirla en Reino de Dios...

Comentario: Evocar Pentecostés es trasladarnos al comienzo de la Iglesia cuando el Espíritu conmocionó a los discípulos, los llenó de energía y los impulsó a evangelizar. Desde entonces es vivenciado en la Iglesia como el gran don que actúa y se reparte con generosa libertad para que la salvación de Dios y los valores de Jesús lleguen a todas las gentes. Hoy el Espíritu sigue irrumpiendo en la vida de las comunidades cristianas quitando miedos a muchos creyentes, revitalizando la fe y despertando compromisos. Por eso es el Alma de la Iglesia, humaniza hasta lo insospechado, multiplica sorprendentemente el coraje de los creyentes. Si falta, nace la apatía, flojea la persona, se multiplica la incapacidad... Es fundamental permanecer en comunión con el Espíritu. Lo necesitamos como el aire que respiramos. Lo necesitamos para que nos enseñe a creer en Jesús y, así, aprender su estilo de vida. Lo necesitamos para impulsar el compromiso. Lo necesitamos para que cada uno ponga al servicio de la Comunidad los valores y cualidades que ha recibido. Lo necesitamos para ser miembros activos y corresponsables dentro de la Comunidad. Fuimos bautizados en nombre del Espíritu y ya entonces nos invadió con su fuerza divina. Después nos ha ido orientando saludablemente, porque nadie como Él asegura nuestra dignidad. Ahora lo invocamos para transformar la sociedad hasta el punto de convertirla en Reino de Dios. Vivir según el Espíritu es la experiencia más apasionante y el mayor reto que tenemos los cristianos. Provocar esta experiencia y el crecimiento espiritual es lo más acertado que podemos hacer unos con otros. El Espíritu Santo es el gran regalo de Pentecostés, un recurso impresionante para vivir revestidos de Evangelio. P.Hidalgo

sábado, 12 de mayo de 2018

VII Domingo de Pascua. La Ascensión del Señor - Para los que estamos actualmente en la ruta de la fe, la Ascensión es admiración por Jesús; pero es también provocación a poner manos a la obra. Jesús nos pasa el testigo: "Id y haced discípulos de todos los pueblos". Es nuestro momento. Ahora nos toca cumplir de lleno su programa. Contamos con su compañía: "Estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo"...

La ascensión de Jesús tiene un gran sentido simbólico para todos los cristianos: nos confirma que somos seres para la vida y nos recuerda que tenemos una misión que sigue siendo urgente: evangelizar y trabajar sin descanso por el Reino de Dios. Después de la Ascensión, esta tarea queda en manos de la Iglesia. Es nuestra vocación y nuestra responsabilidad. A partir de ahora, si miramos al cielo no es para quedarnos pasmados en una contemplación pasiva y estéril, sino para conmovernos con el testimonio de Jesús e, impulsados por Él, lanzarnos al mundo como testigos de la redención abundante. La ascensión de Jesús acentúa reveladoramente el sentido de nuestra vocación: Dios Padre nos pensó, nos eligió y nos bendijo para construir su Reino, que es el nuestro. El paso por la vida no tiene otra justificación mejor. He ahí nuestra misión y nuestro compromiso. Así lo experimentaron los primeros discípulos. Sintieron que Jesús, concluida su misión y antes de subir al Padre, los envía al mundo entero a proclamar el Evangelio con signos y con palabras. Por tanto, ha llegado el momento del despliegue misionero, de la movida evangelizadora. Desde entonces la Iglesia ha entendido que se le confía difundir, con pasión y dinamismo y por todo el mundo, lo que Jesús había hecho por las ciudades, pueblos y aldeas de Palestina. Y a pesar de sus limitaciones y de su pecado, la Iglesia mantiene este compromiso fundacional: con la inspiración y el empuje del Espíritu, sigue alumbrando testigos para.la causa de Dios, porque evangelizar sigue siendo una urgencia. Para los que estamos actualmente en la ruta de la fe, la Ascensión es admiración por Jesús; pero es también provocación a poner manos a la obra. Jesús nos pasa el testigo: "Id y haced discípulos de todos los pueblos". Es nuestro momento. Ahora nos toca cumplir de lleno su programa. Contamos con su compañía: "Estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo". Resumimos el sentido de la Ascensión con este broche: Monte de los olivos, lugar de despedida. Lo vieron subir: Iba hacia arriba público y visible; y una nube cerró el cielo. Sigue, subida en el aire, la mirada fascinada de sus amigos. Dicen: "Sube al Padre, al hogar del Amor y de la Plenitud, donde se vive con Dios eternamente". La Palabra, que se hizo carne, cumplió y regresó a su destino. Monte de los Olivos. Aquí ya no hay nada que hacer. Pero nos queda una motivación, un ejemplo, una misión: Extender el Evangelio. P.Hidalgo.

domingo, 6 de mayo de 2018

Así es la dinámica del amor cristiano. El punto de partida está en Dios que es Amor. La Trinidad es Amor, se alimenta de amor, expande amor. Conocer a Dios es entrar en el círculo del amor. Fe y amor se corresponden: "Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios". Dicho de otra forma, no es creíble el amor a Dios sin muestras de amor al prójimo...

Está claro: Dios no hace distinciones. Es Padre de todos y quiere a todos de una manera semejante. No pone ni admite barreras a su amor. Su cariño es singular, abarcante y universal. Además, es misericordioso, especialmente sensible y cercano al pecador, sea de la nación que sea. Ojalá siguiéramos su ejemplo en la Iglesia. La clave y el recurso de Dios en toda situación es el amor. Él es la fuente de la vida y de los buenos sentimientos. Con qué sencillez y convicción lo expresa San Juan: Dios nos ha amado desde el principio, el primero, y nos ha enviado a su Hijo como Redentor. Ofrece la salvación a todos, aunque puede no ser acogida. Así es la dinámica del amor cristiano. El punto de partida está en Dios que es Amor. La Trinidad es Amor, se alimenta de amor, expande amor. Conocer a Dios es entrar en el círculo del amor. Fe y amor se corresponden: "Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios". Dicho de otra forma, no es creíble el amor a Dios sin muestras de amor al prójimo. Por eso, quien experimenta a Dios no puede rezumar otro talante que el amor a los demás. La gran señal de haber conocido a Dios es el amor solidario. Por ahí llega también la felicidad. El Evangelio de San Juan repite insistentemente este dinamismo original del amor cristiano. Hoy, permaneciendo de fondo el valor de la unión con Jesús, el texto resalta el amor como experiencia, como donación y como consejo. La fuente o el punto de partida siempre es Dios Padre: "Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor". Pero Jesús se atreve a ponerse como ejemplo: "Amaos como yo os he amado". No lo hace por soberbia, ni por vanagloria, sino por servicio testimonial. Si nos alimentamos con su savia mística, debemos respirar un talante como el suyo. Este consejo: "Amaos como yo os he amado", es el gran testamento que nos deja Jesús. Es su gran experiencia como creyente e Hijo de Dios. No hemos de entenderlo como un mandato, sino como una propuesta consecuente y lógica con la vida de fe, como una respuesta necesaria y elegante al amor de Dios que se ha adelantado a querernos y nos sigue acompañando generosa y cariñosamente. Jesús hace un apunte sobresaliente: "Nadie tiene amor más grande que el que da la vida". Es decir, la manifestación suprema del amor es el martirio. Él, como buen pedagogo, ha ido por delante con el ejemplo. Y el detalle final: Jesús nos elige como amigos, nos ofrece su amistad para que disfrutemos una alegría desbordante: "Todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud". El cristiano verdadero ha de respirar una alegría serena y contagiosa. El buen humor no deriva sólo del temperamento. También es fruto de la compenetración con Dios. P.Hidalgo.