domingo, 11 de noviembre de 2018

¿Hemos dado alguna vez de lo que necesitamos para vivir? ¿Damos sólo de lo que nos sobra? ¿Qué aporta cada uno de nosotros a la Comunidad? ¿Qué aporta al pueblo? ¿A qué nivel de generosidad se encuentra cada uno? Generalmente no es la cantidad lo más importante, sino la calidad de intención con que se comparte. Esto es lo que alaba Jesús...

Valoramos de alta generosidad a quienes están dispuestos a donar sus órganos, su sangre... Es cierto: se desprenden de algo necesario para vivir. Generalmente se trata de personas anónimas, sin relieve social, gente sencilla y corriente, como las viudas que resaltan los textos bíblicos de hoy, aunque en aquellos tiempos las viudas del pueblo llano eran doblemente pobres y doblemente desgraciadas. Éstas, que recoge hoy la Palabra bíblica, son presentadas claramente como personas sin recursos, pero muy grandes de corazón y con una calidad humana impresionante: dan todo lo que tienen para vivir. Abundan, más de lo que pensamos, las personas generosas que, con sencillos gestos y sin pregonarlo, hacen agradable la vida a los demás. Jesús alaba este modo de proceder: destaca el valor de los que hacen las cosas de una manera discreta, sin hacer ruido y sin darse importancia. Alabando a la viuda, viene a decir, de otra forma, que los últimos son los primeros y que la aportación de los más pobres suele ser la más válida. Es cierto y hay que expresarlo una vez más: sólo los pobres saben lo que es pasar necesidad y, por eso, saben ser desprendidos y generosos. Generosidad y compartir son valores fundamentales social y cristianamente. Pero la generosidad que promueven hoy los textos bíblicos es la que llega a desprenderse incluso de lo necesario. Estas mujeres ofrecieron lo que tenían llevadas por la misericordia. En esta línea superior, dice la carta a los Hebreos, Jesús se ofreció a sí mismo, como sacerdote de la nueva Alianza, para quitar los pecados de todos. Así su redención es válida y significativa de una vez para siempre. Aplicándonos el mensaje de este domingo, nos debemos preguntar: ¿Hemos dado alguna vez de lo que necesitamos para vivir? ¿Damos sólo de lo que nos sobra? ¿Qué aporta cada uno de nosotros a la Comunidad? ¿Qué aporta al pueblo? ¿A qué nivel de generosidad se encuentra cada uno? Generalmente no es la cantidad lo más importante, sino la calidad de intención con que se comparte. Esto es lo que alaba Jesús. Hay riquezas mayores que el dinero o el relieve social. Una de estas riquezas es la generosidad. Así entendió la primera Iglesia el ejemplo personal de Jesús: siendo rico, se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (Cf. 2Co 8,9). Y así comenzaron a vivir los primeros cristianos: no consideraban como propio nada de lo que tenían, todo era común y nadie pasaba necesidad (Cf. Hch 2,44-45; 4,32). Entresacamos del salmo responsorial estos versículos: El Señor hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos, sustenta al huérfano y a la viuda... La generosidad atrae la bendición divina. La viuda que compartió con Elías su último panecillo encontró más harina en la orza y más aceite en la alcuza. Lo han comprobado muchos creyentes: Cuando se llega a grados superiores de generosidad, sorprendentemente más se recibe. P.Hidalgo.

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