domingo, 28 de febrero de 2016

El Evangelio nos vuelve a poner ante la urgencia de la conversión, pero no como una amenaza, sino como una provocación educativa y saludable. Ello no impide que nos preguntemos: ¿Hasta cuándo vamos a jugar con la paciencia de Dios? ¿Acabaremos cortados o arrancados para no ocupar un terreno en balde?.."

El texto del Éxodo evoca un encuentro extraordinario, impactante, vocacional de Dios con Moisés. Acontece en medio de su trabajo habitual (cuidar el rebaño) y en relación con unas zarzas que ardían sin consumirse. La verdad es que la presencia de Dios puede compararse a un fuego potente, que nos quema por dentro y nos ilumina sin que lo podamos evitar. Dios sorprende a Moisés y le pide algo atrevido y arriesgado. Moisés había proyectado su vida al lado de su suegro Jetró en tierras de Madián. Pero, he aquí que Dios lo llama por su nombre, le calienta el corazón y le pide que se desprenda de lo que tiene entre manos: Hay que sacar al pueblo de la opresión de Egipto y cuenta con él. Estamos ante un relato vocacional que demuestra cómo la vocación no es algo que se escoge, sino una llamada divina, un encuentro inesperado, que sobrecoge, impacta, provoca otro modo de vida y compromete. Moisés comprende a Dios, pero le cuesta colaborar, porque las cosas de Dios nunca son fáciles por más que estén cargadas de sentido. Generalmente, a toda vocación acompaña una misión comprometida, para la que Dios ayuda y capacita siempre. La advertencia de san Pablo: "el que se cree seguro, ¡cuidado! no caiga", es de gran sensatez y sabiduría. La salvación no depende exclusivamente de nosotros, aunque es también una responsabilidad y una tarea; es primeramente un don, que llevamos en recipientes frágiles porque nuestra condición es así. No nos hemos de creer seguros, aunque contemos con la ayuda de la fe. Los verdaderos creyentes confían en Dios, pero son conscientes de su debilidad. La tentación nos ronda y muchas veces nos hace caer. Por eso, la misma experiencia nos recomienda humildad, cuidado y vigilancia. La parábola de la higuera estéril nos fotografía a muchos cristianos. Nuestra vida es más estéril que fecunda en frutos evangélicos. Todos podemos dar más de nosotros mismos. Necesitamos cultivo, mayor responsabilidad, poner al día las convicciones y llevarlas a la práctica. La conversión es cuestión de interioridad. El Evangelio nos vuelve a poner ante la urgencia de la conversión, pero no como una amenaza, sino como una provocación educativa y saludable. Ello no impide que nos preguntemos: ¿Hasta cuándo vamos a jugar con la paciencia de Dios? ¿Acabaremos cortados o arrancados para no ocupar un terreno en balde? La parábola de la higuera estéril plantea una conversión efectiva, demostrada con signos y frutos de renovación. Si estos frutos no existen, tendremos que recordar que el Reino de Dios comienza por uno mismo. P. Octavio Hidalgo, C.Ss.R

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