domingo, 8 de julio de 2018

El pasaje evangélico describe el chasco que sufrió Jesús en su pueblo como profeta. Mordió el polvo de la frustración al querer evangelizarlo. Probablemente muchos hayamos sufrido chascos semejantes. Es decir, en los ambientes que más apreciamos, donde más queremos que disfruten el Evangelio, encontramos más resistencia y más rechazo. Los paisanos de Jesús se preguntaban: ¿De dónde saca todo lo que sabe y lo que hace? ¿Quién le ha enseñado?... Y desconfiaron de Él. El asombro del primer momento no culminó en admiración, sino en un rechazo frontal...

COMENTARIO: La misión del profeta, como la del testigo, siempre es difícil, pues supone mucha espiritualidad, equilibrio y coraje. Pero cuando el profeta es enviado a un pueblo testarudo y a una gente rebelde, su calidad se pone verdaderamente a prueba. Ezequiel dibuja en breves trazos la dificultad que experimentó en el ejercicio de su misión. Sabemos que esta experiencia amarga la sufrieron Jeremías, Jesús y tantos otros... Ello indica que ser testigo y profeta no es popular: ni lo fue antes, ni lo es ahora, ni lo será mañana. La labor del profeta es arriesgada y generalmente incomprendida. El hombre de Dios que denuncia y consuela, como el Espíritu le da a entender, es una persona discutida y molesta en el ambiente social y también en ciertos ambientes de Iglesia. La causa de todo esto puede estar en la soberbia, una tentación que nos ronda a todos y que muchas veces nos desfigura con su veneno. Es el pecado que más influye para que seamos desobedientes a los planes de Dios y, consiguientemente, para generar desorden. La lección viene desde antiguo, desde el llamado pecado original, y parece que no la hemos aprendido todavía suficientemente. San Pablo nos dice que la medicina contra la soberbia es la gracia de Dios. La fe nos ayuda a entender que nunca tenemos motivos para ser soberbios, mientras que, por el contrario, se multiplican las razones para ser agradecidos, porque somos hijos del don. Dios y la vida han estado grandes con nosotros. Y si hemos logrado una rica personalidad, es consecuencia de nuestra responsabilidad; pero, antes, de los muchos dones que hemos recibido. El pasaje evangélico describe el chasco que sufrió Jesús en su pueblo como profeta. Mordió el polvo de la frustración al querer evangelizarlo. Probablemente muchos hayamos sufrido chascos semejantes. Es decir, en los ambientes que más apreciamos, donde más queremos que disfruten el Evangelio, encontramos más resistencia y más rechazo. Los paisanos de Jesús se preguntaban: ¿De dónde saca todo lo que sabe y lo que hace? ¿Quién le ha enseñado?... Y desconfiaron de Él. El asombro del primer momento no culminó en admiración, sino en un rechazo frontal. A Jesús le tuvo que herir profundamente que los suyos lo despreciaran como profeta, que no intuyeran su condición mesiánica, que no descubrieran el don de Dios en medio de su pueblo y cerraran el corazón a una presencia divina tan saludable. Está claro que la falta de fe y la dureza de corazón impiden el paso del Espíritu. La pena es que Jesús apenas pudo realizar signos en Nazaret y su gente se privó, en gran parte, de su mensaje. En resumen, cerrarse a Dios es un grueso error y un lamentable empobrecimiento. Ayer, igual que hoy, la presencia y el mensaje de los testigos no son aceptados fácilmente. A pesar de todo, la fe nos incita a ser profetas con la mayor audacia posible. El compromiso de evangelizar nunca lo hemos de dejar aparcado. P.Hidalgo.

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