domingo, 1 de noviembre de 2020

Comentario: Los santos son el mejor exponente de nuestra Iglesia: son quienes le dan color y la hacen creíble, quienes revelan y acercan el ideal cristiano. La santidad es el modo peculiar y necesario del ser de Dios y es también el talante propio con que nos soñó a los humanos "antes de la creación del mundo". Las elecciones de Dios son acertadas (¡qué duda cabe!), pero no siempre son secundadas por nosotros; de ahí que se conviertan en desafíos. En la Iglesia, como recuerda el Concilio, todos estamos llamados a la santidad (LG V). Es una consigna básica en Jesús y un don del Espíritu: "sed, pues, perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5,48). Esta consigna se extiende a lo largo del Nuevo Testamento (cf. lTs 4,3; Ef 5,3; Col 3,12...). Las pistas de la santidad cristiana nos vienen trazadas por las Bienaventuranzas. Hace unos años la palabra santidad no tenía muy buena acogida; para muchos era expresión devaluada, porque no habían descubierto su verdadero valor, o porque habían recibido ejemplos desacertados; para otros, sin embargo, era y sigue siendo fuerza de vida, energía apasionante, valor de personalización. Son los santos los que encarnan y revelan este valor sin que se pierda en lo abstracto. Santo es un tipo logrado, cuya existencia sorprende y arrastra; una persona feliz, de vida interior exuberante, que sin embargo actúa con sencillez y hasta con sentido del humor, mezcla de equilibrio y de seguridad personal. Santo es una persona con arte y genio para vivir, que no es necesariamente un héroe ni un mártir, pero sí un testigo apasionado de la verdad, con corazón de primavera. Santo es, en definitiva, quien sabe vivir y, por tanto, tiene capacidad y arrojo para realizar aquello que los demás sólo intuimos. P. Octavio Hidalgo

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