sábado, 18 de noviembre de 2017

Verdaderamente, la vida es el mayor de los dones y el mayor de los riesgos. Es el talento inicial con capacidad para generar otros muchos talentos. Desarrollarla, hacerla fecunda es la gran misión y la primera responsabilidad de un cristiano. La propia vida nos pide laboriosidad mientras aguardamos el Día del Señor, como indica la segunda lectura. Por experiencia y por fe sabemos que la vida gana con la entrega, crece poniendo en juego sus oportunidades, se ensancha gozosamente cuando la invertimos en función de los demás. El que la guarda y la cobija tanto que no la hace rendir, la marchita de tal manera que termina arruinándola..

El canto de la sabiduría bíblica a la mujer contrasta con otros cantos de la vida moderna y postmoderna. Los valores que se resaltan en ella son los que en verdad embellecen a las personas. Tanto esta primera lectura como el Evangelio resaltan singularmente la laboriosidad, la habilidad, la responsabilidad con los dones recibidos; en definitiva el poner la vida al servicio de Dios y del prójimo. La parábola del Evangelio apunta a dos actitudes: la de quienes hacen rendir sus cualidades y carismas al servicio del bien común, y la de quienes entierran y hacen estéril lo que el Señor les dio. Siempre me ha gustado el testamento que el fundador del Movimiento Scout, Baden-Pawell, dejó a sus seguidores: "Creo que Dios nos ha puesto en este mundo encantador para que seamos felices y gocemos de la vida. Pero la felicidad no proviene de la riqueza, ni del tener éxito, ni dándose gusto a sí mismo... La manera de conseguir la felicidad es haciendo felices a los demás... Tratad de dejar el mundo en mejores condiciones que tenía cuando entrasteis en él. De esta manera cuando os llegue el momento de morir, podréis hacerlo felices, porque por lo menos no perdisteis el tiempo e hicisteis todo el bien que os fue posible". Verdaderamente, la vida es el mayor de los dones y el mayor de los riesgos. Es el talento inicial con capacidad para generar otros muchos talentos. Desarrollarla, hacerla fecunda es la gran misión y la primera responsabilidad de un cristiano. La propia vida nos pide laboriosidad mientras aguardamos el Día del Señor, como indica la segunda lectura. Por experiencia y por fe sabemos que la vida gana con la entrega, crece poniendo en juego sus oportunidades, se ensancha gozosamente cuando la invertimos en función de los demás. El que la guarda y la cobija tanto que no la hace rendir, la marchita de tal manera que termina arruinándola. No hay razones de peso que justifiquen el descuido o la holgazanería. No hay motivos para que la vida personal acabe en el chasco de la infecundidad. No, no hay excusa para el pecado de omisión, un pecado más frecuente de lo que creemos. Tal vez no le demos importancia. Sin embargo, sus nefastas consecuencias y su gravedad saltan a la vista en el deterioro de muchas personas y en el enrarecimiento de la vida social. El Evangelio descalifica contundentemente la actitud encogida, cobarde y mezquina de quien no quiso poner en funcionamiento el talento recibido: no fue fiel y cumplidor, no administró solícitamente lo que recibió como un regalo. ¿Quién de nosotros no se ve más o menos reflejado en esta foto? El plan y la gloria de Dios estriba en que pasemos por la vida dando fruto abundante y de manera permanente (Jn 15,8.16). La clave del acierto está en ser "fiel y cumplidor", como repite la parábola. Por tanto, en la Iglesia no debe haber nadie inválido, es decir, nadie debe decir: no sé, no valgo, no puedo... Es una insensatez indecente enterrar las cualidades y talentos. Todos sabemos, valemos y podemos hacer algo. Tampoco procede contentarse con lo mínimo, rebajar el compromiso, vivir comodonamente. Es una manera de enterrar los dones, que nos han regalado con otra finalidad: el bien común y el Reino de Dios. Ojalá nunca sintamos en el fondo de nuestra conciencia el reproche de la parábola, sino la felicitación por haber hecho rendir los talentos: "como has sido fiel en lo poco..., pasa al banquete de tu señor". P.Hidalgo

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